Sili[k] ... escupe con el alma

Mi corazón supura infección, infección de amor y de su pérdida.

Monday, August 01, 2005

Ruídos

En el silencio que deja el miedo a seguir pensando en ti, escucho cada pequeño sonido. Si fuera ciega sabría cuándo es de noche y cuándo es de día porque, cuando se va el sol, la electricidad de las neveras, los pasos del vecino o las gotas de un grifo se despiertan para susurrarme al oído que puede que no vuelvas.
Parece que se ríen. Se regodean. Me amenazan diciéndome que tal vez la otra noche fue la última en la que nuestras respiraciones y gemidos les robaban el protagonismo y que quizá en unos días tendré la certeza de que sólo quedarán ellos para mecerme justo antes de coger el sueño.
El reloj de pulsera aplaude el reto con sus manecillas. Un coche que pasa lo jalea y, al otro lado del patio, estalla de júbilo una cisterna, sabedora de que existen demasiados indicios de que esa hipótesis sea correcta.
Mi esperanza se transforma en orgullo y mi orgullo en ira. Y soy yo quien les grita: ¡Bastardos! Puede que acertéis, sí, pero también podéis equivocaros. Y si es así, tened por seguro que nunca más volveré a escucharos. Os asfixiaré con el sonido del placer, del que daré y del que recibiré, y os barreré para siempre con mi lengua, de la que sólo saldrán palabras de cariño. Sí, celebrad vuestra momentánea victoria, la de la batalla, porque si soy yo quien gana esta guerra, no habrá pólvora para fuegos de artificio que superen la energía de mis besos.
Por momentos, callan. Como cuando ruge el león herido para espantar a la manada de hienas. Pero en el fondo saben que la llaga es demasiado profunda como para que los alaridos sean reflejo de mi fuerza. Y las muy zorras, a las que se ha sumado el centrifugado de una lavadora, dejan que resuene el eco de mis palabras y vuelven a carcajear lacónicamente mientras se acercan con su risa amenazadora.
¿Por qué no sigues gritando? Me pregunta la campanilla de un microondas. ¿Temes quedar afónica?, añade el plástico de una bolsa.
¡Yo ya no temo a nada! La suerte está echada.
Esta vez ni tan siquiera se molestan en responder a mis palabras. De hecho, ahora no he sido capaz ni de pronunciarlas. Las pienso, pero con la sensación de que ya sólo las creen algunos de los pueblos remotos y primitivos que viven en mi interior, los mismos que siguen danzando alrededor de una hoguera para pedir lluvia a los dioses y que adoran a la luna para convencerla de que no caiga sobre sus cabezas.
Y ahora que me perciben abatida, una moto trucada me recuerda: Bonita, vas a llorar tanto, que terminarás uniéndote a nuestro bando. Tú también tendrás la noche como único refugio y agradecerás que la lluvia que golpea el cristal reduzca el escándalo de tus lágrimas. Abrazarás a los truenos y bendecirás la hojas de los árboles que zarandea el viento, porque sólo ellos serán equiparables a la magnitud de tu lamento.