Guardando distancias
Dices que no, que guardemos las distancias, porque no controlas la atracción. Dímelo a la cara. Repíteme ese no mirándome a los ojos, mientras mi aliento te susurra la misma pregunta. ¿Seguro que no?. Me mantienes la mirada y guardas silencio. Tu cerebro tiene una respuesta, tu piel erizada, otra.
Te doy la espalda. Me voy, pues. Pero sé que miras mis hombros, descubiertos al verano, mínimamente húmedos por el sopor. Me tiro el farol y echo a andar. Dejo la insistencia para otra ocasión. Tal vez esa presunta indiferencia es lo que te lleva a dejar vencer a tu no-razón, que me agarra por la cintura y me gira, que me coloca a dos centímetros de tu boca. Respiras, entrecortada, otra vez me miras. ¿Seguro que no?, te pregunto con una sonrisa. Me odias. ¿Seguro que no?, repite mi cadera contra la tuya.
¡Cállate!, gritas. Muy bien. Pero el silencio más te irrita, porque aún hace más evidente que solas estamos, tú y yo, que el orgullo no compensa esta represión. En el pecado llevas la penitencia, lo sabes, porque tu seso está en minoría respecto al clamor del resto de tu cuerpo, que se manifiesta en tus labios sedientos, en tu pecho armado para hacer la guerra.
Dudas. Te sigues planteando si esto es o no es lo correcto. Mientras piensas, sigue pasando el tiempo, sigue fluyendo tu sangre, sigues tragando saliva, porque me muerdo el labio en la espera y eres tú quien querría hacerlo. Te gusta demasiado esta lengua, en tu boca, en tu cuello, de paseo por cada rincón de tu anatomía.
Me deseas, te deseo. Lo sabemos, con la misma claridad que sé que si diese un paso más no te resistirías. Pero por eso me abstengo, porque no es rey quien domina imponiendo, sino el que gobierna sin ejército. Ésta es mi artillería, la espera, la paciencia y el respeto. A través de la conquista pausada de cada uno de tus músculos, de los más minúsculos huesos, terminará por caer de su torre de marfil tu maldito cerebro, empeñado a estas alturas en dividir entre lo malo y lo bueno.
¿Miedo a hacerme daño? El sexo no duele, cariño mío. Alimenta mi esperanza, pero eso no te lo digo, y aún así, ya deberías saber que prefiero morir sintiendo espasmos de veneno, que me recuerden que he vivido y he tomado riesgos, a hacerlo en la lenta agonía del famélico. El Ave Fénix resurge de sus cenizas, pero queda cojo si le cortan una pata.
No debo. Insistes. Haz lo que quieras, que sea lo que sea, lo entiendo. ¡Pero quiero hacerlo!. Te contradices. Luego aquí tienes la muestra, eres humana, amasijo de errores y aciertos. Te guste o no eres como yo, como esa masa informe a la que llamas “ellos”.
Te doy la espalda. Me voy, pues. Pero sé que miras mis hombros, descubiertos al verano, mínimamente húmedos por el sopor. Me tiro el farol y echo a andar. Dejo la insistencia para otra ocasión. Tal vez esa presunta indiferencia es lo que te lleva a dejar vencer a tu no-razón, que me agarra por la cintura y me gira, que me coloca a dos centímetros de tu boca. Respiras, entrecortada, otra vez me miras. ¿Seguro que no?, te pregunto con una sonrisa. Me odias. ¿Seguro que no?, repite mi cadera contra la tuya.
¡Cállate!, gritas. Muy bien. Pero el silencio más te irrita, porque aún hace más evidente que solas estamos, tú y yo, que el orgullo no compensa esta represión. En el pecado llevas la penitencia, lo sabes, porque tu seso está en minoría respecto al clamor del resto de tu cuerpo, que se manifiesta en tus labios sedientos, en tu pecho armado para hacer la guerra.
Dudas. Te sigues planteando si esto es o no es lo correcto. Mientras piensas, sigue pasando el tiempo, sigue fluyendo tu sangre, sigues tragando saliva, porque me muerdo el labio en la espera y eres tú quien querría hacerlo. Te gusta demasiado esta lengua, en tu boca, en tu cuello, de paseo por cada rincón de tu anatomía.
Me deseas, te deseo. Lo sabemos, con la misma claridad que sé que si diese un paso más no te resistirías. Pero por eso me abstengo, porque no es rey quien domina imponiendo, sino el que gobierna sin ejército. Ésta es mi artillería, la espera, la paciencia y el respeto. A través de la conquista pausada de cada uno de tus músculos, de los más minúsculos huesos, terminará por caer de su torre de marfil tu maldito cerebro, empeñado a estas alturas en dividir entre lo malo y lo bueno.
¿Miedo a hacerme daño? El sexo no duele, cariño mío. Alimenta mi esperanza, pero eso no te lo digo, y aún así, ya deberías saber que prefiero morir sintiendo espasmos de veneno, que me recuerden que he vivido y he tomado riesgos, a hacerlo en la lenta agonía del famélico. El Ave Fénix resurge de sus cenizas, pero queda cojo si le cortan una pata.
No debo. Insistes. Haz lo que quieras, que sea lo que sea, lo entiendo. ¡Pero quiero hacerlo!. Te contradices. Luego aquí tienes la muestra, eres humana, amasijo de errores y aciertos. Te guste o no eres como yo, como esa masa informe a la que llamas “ellos”.
1 Comments:
At 11:21 AM, Anonymous said…
Un 10. Y punto
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