Lágrimas huecas de marzo
Llega un día en que te despiertas. Estás rodeada de lo que tus padres no tuvieron, en una cama confortable, sin frío. Puedes, en cualquier momento, poner la radio o la televisión para sentirte un poco acompañada. Puedes leer el libro que quieras, incluso comprar pornografía. Puedes ir al cine o alquilar una película. Pero todo este poder es la tragedia. El poder se alimenta de deseos de los que carecemos. Los tuvimos un día y los proyectamos en objetos, en trabajos, incluso en personas, en amigos, en parejas.
En el mundo que algunos soñaron la desidia nos impide escalar la palmera para coger un coco. Y si nos trajeran el coco en una caja no nos gustaría comerlo. Morimos así, mañana a mañana, de hambre de esperanza. No te apetece comer para, simplemente, despertarte al día siguiente.
Intentas aprender leyendo lo que otros escribieron, a lo que otros dedicaron su vida, pero sólo te sirve para ser consciente de lo que no sabrás nunca, ni tú, ni nadie. Intentas buscar vida mirando hacia la calle, pero sólo observas absurdo. Gente que va y viene, con la que nunca serás capaz de hablar, porque a cierta edad está feo parar a nadie y preguntarle por su vida, pedirle un cuento con el que fascinarte, una anécdota. La calle y la tele son lo mismo, la tele y la vida también. Gente que pasa, belleza que te abruma, grotesco que te sorprende, pero que en breve olvidas. Sonrisas en una cafetería por un chiste estúpido que ya conocías. Coches que no sabes adónde van pero que pisan el acelerador para llegar más rápido al tedio de sus vidas, a sus teles, a sus casas.
A veces te vuelves a asomar sin saber muy bien por qué y ves un borracho. Te compadeces de él con una mezcla de escándalo y pena, pero te detienes un momento y te das cuenta de que es a quien más tiempo has dedicado, en una mezcla entre escándalo y envidia porque, por momentos, ellos no saben adónde van y tienen probablemente más posibilidades de sorprenderse que tú.
Recuerdo cuando me bastaban los atardeceres para ser feliz. Los crepúsculos eran bonitos, pero su magia, mirando atrás, era la esperanza de compartirlos más adelante con otros. Ahora los miro. Los he compartido y, supongo, los viviré con más personas, pero ya con la certeza de que probablemente no sean las definitivas. Con el miedo a que algún día ese cariño se esfume y forme parte de un simple recuerdo difuso.
Antes esperaba las horas con avidez para que llegase algo. Ahora ¿qué espero?. Llegue lo que llegue no lo hará para perdurar. Venga lo que venga se irá. Amor, sonrisas, mentiras. Ni el dolor ni el amor son para siempre. No lloro hoy por lo mismo que lo hacía ayer. Me pregunto cuándo cambié. Cuándo comenzó esta mutación interminable hasta un ser totalmente desconocido e ingobernable.
Acumulé con pasión todos los discos que ahora viven apiñados en mi estantería. Era capaz entonces de conocer cada segundo de cada tema, de identificarlos entre el ruido. Ya casi no los escucho porque cuando lo hago soy terriblemente consciente de que ya no me emociono con ellos. Los hay buenos, mejores y peores, pero en cualquier caso, me resultan casi indiferentes. Algunos incluso tienen aún el precinto porque, una vez en mis manos, me dio pereza escucharlos.
Mis discos son como mi vida. Están ahí, esconden algo maravilloso, no me cabe duda, pero ya no tengo fuerza ni deseo para disfrutarlos, para buscar esos acordes que me emocionaban, esos sonidos retorcidos que incluso llegaron a hacerme llorar. Ahora sólo lloro porque no soy capaz de hacerlo ni ante la alegría ni ante la pena. Lloro por la absoluta indiferencia. Es como si no llorase.
En el mundo que algunos soñaron la desidia nos impide escalar la palmera para coger un coco. Y si nos trajeran el coco en una caja no nos gustaría comerlo. Morimos así, mañana a mañana, de hambre de esperanza. No te apetece comer para, simplemente, despertarte al día siguiente.
Intentas aprender leyendo lo que otros escribieron, a lo que otros dedicaron su vida, pero sólo te sirve para ser consciente de lo que no sabrás nunca, ni tú, ni nadie. Intentas buscar vida mirando hacia la calle, pero sólo observas absurdo. Gente que va y viene, con la que nunca serás capaz de hablar, porque a cierta edad está feo parar a nadie y preguntarle por su vida, pedirle un cuento con el que fascinarte, una anécdota. La calle y la tele son lo mismo, la tele y la vida también. Gente que pasa, belleza que te abruma, grotesco que te sorprende, pero que en breve olvidas. Sonrisas en una cafetería por un chiste estúpido que ya conocías. Coches que no sabes adónde van pero que pisan el acelerador para llegar más rápido al tedio de sus vidas, a sus teles, a sus casas.
A veces te vuelves a asomar sin saber muy bien por qué y ves un borracho. Te compadeces de él con una mezcla de escándalo y pena, pero te detienes un momento y te das cuenta de que es a quien más tiempo has dedicado, en una mezcla entre escándalo y envidia porque, por momentos, ellos no saben adónde van y tienen probablemente más posibilidades de sorprenderse que tú.
Recuerdo cuando me bastaban los atardeceres para ser feliz. Los crepúsculos eran bonitos, pero su magia, mirando atrás, era la esperanza de compartirlos más adelante con otros. Ahora los miro. Los he compartido y, supongo, los viviré con más personas, pero ya con la certeza de que probablemente no sean las definitivas. Con el miedo a que algún día ese cariño se esfume y forme parte de un simple recuerdo difuso.
Antes esperaba las horas con avidez para que llegase algo. Ahora ¿qué espero?. Llegue lo que llegue no lo hará para perdurar. Venga lo que venga se irá. Amor, sonrisas, mentiras. Ni el dolor ni el amor son para siempre. No lloro hoy por lo mismo que lo hacía ayer. Me pregunto cuándo cambié. Cuándo comenzó esta mutación interminable hasta un ser totalmente desconocido e ingobernable.
Acumulé con pasión todos los discos que ahora viven apiñados en mi estantería. Era capaz entonces de conocer cada segundo de cada tema, de identificarlos entre el ruido. Ya casi no los escucho porque cuando lo hago soy terriblemente consciente de que ya no me emociono con ellos. Los hay buenos, mejores y peores, pero en cualquier caso, me resultan casi indiferentes. Algunos incluso tienen aún el precinto porque, una vez en mis manos, me dio pereza escucharlos.
Mis discos son como mi vida. Están ahí, esconden algo maravilloso, no me cabe duda, pero ya no tengo fuerza ni deseo para disfrutarlos, para buscar esos acordes que me emocionaban, esos sonidos retorcidos que incluso llegaron a hacerme llorar. Ahora sólo lloro porque no soy capaz de hacerlo ni ante la alegría ni ante la pena. Lloro por la absoluta indiferencia. Es como si no llorase.
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